El otro día en los pasillos de una de las universidades donde imparto clases, escuché mi nombre. Al voltear me percaté que era un alumno que tuve el semestre pasado, en aquella tan difícil clase de estudiantes cuyo estatus se volvió condicionado.
Me caía bien desde entonces, así que lo saludo con entusiasmo. Pero ante su sonrisa, franca como su alegría de verme y sus pasos acercándose a mí, preguntándome sinceramente cómo me encontraba, mi corazón se fue suavizando hasta conmoverse.
Me dice que este semestre la está pasando bien, que todo marcha, todo fluye.
Y yo sé que participé activamente en ese fluir.
Comenzando por creer en él. Y eso ocurrió antes de conocerlo.
Si algo tienen en común la terapia y la docencia es que para provocar un cambio en el otro, llámese paciente o estudiante, lo primero que se precisa es creer en el otro.
Estoy convencida de que una de las claves fundamental de mi éxito como profesional es que creo profundamente, sinceramente, en las personas que tengo en frente.
Estoy absolutamente convencida del potencial de cada uno de mis alumnos, desde el más apagado hasta el más participativo; el que aún no está del todo en la clase y el que cumple con toda la tarea; el que me mira aún escéptico y fastidiado, y al que le brillan los ojos desde el primer día. Creo en ellos porque creo en las personas, y más que desde una postura filosófica, lo hago por experiencia, porque compruebo todos los días que si en alguien vale la pena invertir en fe, es en el prójimo.
Pero cualquier relación humana es bidireccional, y para hacerles el cuento corto, ver el cambio en el otro -el cual, cuando hablamos de docencia, se traduce generalmente como aprendizaje- de repente no nos basta. Nos gana el egoísmo, queremos más.
Sí, también nosotros los maestros tenemos nuestro corazoncito y no vivimos de sólo trabajo.
¿Pero entonces cuál es el pan de los docentes?
Hay algo que completa de cierta manera el ver el cambio del otro ante mis ojos, llámese de actitud, seguridad, contenido.
El que un alumno me salude –y no necesariamente porque quedamos frente a frente en un pasillo-, me escriba, me recuerde o -cereza en el pastel- reconozca mi trabajo o me reconozca a mí como persona y me lo agradezca… eso, eso es mi pan completo de miel.
Creo que la gratitud es un bien humano a la vez que un valor, y aunque cada vez sea menos cotizada, me parece un regalo tan generoso, y además siempre disponible para todos!
Está bien quejarse constructivamente con el prójimo para que su labor mejore. Pero creo que es mucho, en serio, mucho más importante reconocer un buen trabajo, un gesto amable, un platillo rico, una sorpresa inesperada, una buena clase o una persona que –quizá- nos pudo haber cambiado la vida con tan solo conocerla.
Al despedirme de ese estudiante en los pasillos abiertos del ateneo, traía mi sonrisa tatuada en mi cara y en mi corazón. Aún no se me quita.
Lo que creo buscamos los docentes es trascender en la vida de nuestros alumnos. Y el que nos lo hagan saber, es la más maravillosa de las sorpresas.
Berenice comentó:
¡¡¡ABSOLUTAMENTE!!!! Concuerdo con todo lo expresado por tu ex-alumno, y me considero afortunada de ser una persona tocada por tu brillantez y carisma, por tus ganas de enseñar y tu pasión por lo que haces. GRACIAS Fran por contagiarnos.
Saludos, ci vediamo!!!
Francesca comentó:
Cara Berenice,
Solo per dirti GRAZIE DI CUORE per tutto l’appoggio che mi stai dando alla pagina e le belle parole del tuo ultimo commento. Sei una persona e un’alunna fantastica! 🙂
Rosana Tokio comentó:
¡Excelente! Los maestros son esa base para que nuestra sociedad sea cada vez mejor y puedan ver las cosas con otros ojos. Gracias por creer.